30/Enero/2012 Por: Ángeles Espinosa, Dubái.- ¿Por
qué la primavera árabe
se ha atascado en Siria y en Bahréin? En ambos países la población ha dejado
patente su descontento sin que casi un año después la represión haya logrado
acallarla.
Sin embargo, también en ambos, una parte significativa se
opone al cambio, convencida de que los actuales gobernantes protegen mejor sus
intereses. Los observadores apuntan a las diferencias sectarias entre sus
habitantes. Vuelve a salir a la superficie la falla entre suníes y chiíes que
atraviesa Oriente Próximo y que agita de nuevo Irak. Algunos temen que esa
rivalidad entre las dos ramas del islam cristalice en un conflicto regional.
La identidad religiosa ayuda a explicar la lealtad de la
comunidad suní a la dinastía de los Al Jalifa en Bahréin, o de las minorías
sirias al presidente Bachar el Asad. Aunque los manifestantes bahreiníes
insisten en el carácter laico y democrático de sus peticiones, llevarlas a cabo
significaría un cambio radical que situaría en el poder a la mayoría chií. Por
la misma regla de tres, la democracia llevaría a los suníes sirios al Gobierno,
que ahora detenta una élite principalmente alauí (una secta chií) con el apoyo
de cristianos, drusos y otros credos minoritarios.
Desde una perspectiva europea puede parecer irrelevante,
pero como señala en un email Barry Rubin, en Oriente Próximo “la afiliación
sectaria determina la comunidad y las comunidades tienen sus propios intereses
y compiten por el poder”. Según el director del Centro de Investigación Global
en Asuntos Internacionales (GLORIA) de Israel, suníes y chiíes “tienen una
visión del mundo diferente en asuntos políticos y distinta [forma de]
liderazgo. Así que la afiliación religiosa no es como en Occidente en la
actualidad, con la reciente excepción de Irlanda”.
“[Chiíes y suníes] tienen
una visión del mundo diferente en asuntos políticos y distinta [forma de]
liderazgo"
Esas diferencias no son nuevas. La rivalidad entre suníes
y chiíes se remonta a los albores del islam, cuando surgieron dos
interpretaciones opuestas sobre la sucesión de Mahoma. La primavera las ha sacado a
la superficie al derribar unos regímenes que se fundaban sobre el nacionalismo
árabe y el laicismo. El islamismo que se anuncia como su relevo vuelve a hacer
central la identidad religiosa y, en consecuencia, evidencia las brechas
sectarias. Incluso en aquellos países donde la homogeneidad suní facilitó el
consenso para derrocar a los dictadores surgen fisuras, por ejemplo en Egipto
entre musulmanes y cristianos.
Para Mehran Kamrava, director del Centro de Estudios
Internacionales y Regionales de la Universidad de Georgetown en Catar, el peso
del sectarismo depende en buena parte de qué uso hagan las élites gobernantes.
“En Siria, los alauís y los cristianos temen que si cae El Asad se producirá un
conflicto sectario. Cómo maneje El Asad esos temores va a influir en la
percepción de las tensiones en Siria. Asimismo, en qué medida [el primer
ministro Nuri] Al Maliki y sus oponentes recurran a los sentimientos sectarios
de sus respectivos seguidores, determinará esa brecha en Irak”, asegura.
El caso de Bahréin es paradigmático. “La monarquía suní
ha intentado, hasta cierto punto con éxito, convertir los sentimientos anti
autoritarios de la gente en divisiones sectarias entre suníes y chiíes, y
acusar a los chiíes de ser títeres de Irán, algo que no son”, explica Kamrava.
Las mismas monarquías árabes que acudieron raudas en
apoyo del rey Hamad de Bahréin, amenazan con llevar a El Asad ante el Consejo
de Seguridad de la ONU. ¿Apoyan el status quo o la primavera? Resulta tentador deducir que la
aparente contradicción es fruto de la solidaridad sectaria. Como la mayoría de
los gobernantes árabes, los reyes y emires de la península Arábiga son suníes.
Pero existen además, y quizá sobre todo, intereses geoestratégicos.
“Hay diferentes niveles de apoyo entre los países del CCG
[Consejo de Cooperación del Golfo]”, matiza Greg Nonneman, decano de la Escuela
de Servicio Exterior de Georgetown en Catar. “Omán y Kuwait, por ejemplo, no
han participado en la operación militar, pero todos ellos tienen interés en la
supervivencia de la monarquía de Bahréin, en tanto que socio en el CCG. También
consideran que el problema bahreiní puede contenerse”, afirma antes de añadir
que todos ellos, “incluido Arabia Saudí, están a la vez animando al régimen a
que haga algún compromiso”.
El papel de Teherán
La sombra de Irán es clave en esas percepciones. Desde el
triunfo de la revolución de 1979 que dio paso al primer Gobierno chií en un
país musulmán, los regímenes árabes, abanderados de la ortodoxia suní, han
recelado de su vecino persa. Aquel suceso añadió inmediatez política a la
querella histórico-religiosa. La guerra entre Irán e Irak durante la década de
los ochenta del siglo pasado reflejó ese antagonismo. La ayuda de sus vecinos
permitió que Sadam Husein mantuviera a raya a los iraníes, pero también a la mayoría
chií de su país.
De ahí que la transferencia de poder que propició la
invasión estadounidense en 2003 no fuera bien recibida en el mundo árabe. El
temor que causó entre los gobernantes (suníes) quedó gráficamente reflejado en
la denuncia de “un arco chií” que hizo el rey Abdalá de Jordania. El Gobierno
de Bagdad daba a los chiíes continuidad geográfica desde Teherán hasta un
Líbano dominado por Hezbolá, pasando por Siria. Resulta significativo que
Arabia Saudí, la némesis suní de Irán, siga sin reabrir su embajada en Irak.
Para los suníes más radicales, el avance chií representa una amenaza vital y el
tono desafiante de los dirigentes iraníes hace muy poco por diluir esos miedos.
La ola de atentados que ha sacudido Irak desde la
retirada de las tropas estadounidenses el pasado 18 de diciembre ha resucitado
el fantasma de la guerra sectaria que el país vivió entre 2006 y 2008. Nadie
cree que sea casual que todos se produzcan en zonas de mayoría chií. Aunque la
reactivación del terrorismo tiene diversas causas, la crisis política entre el
Gobierno del chií Nuri al Maliki y el principal bloque respaldado por los
suníes, Iraqia, provee un peligroso caldo de cultivo para el descontento. Hasta
el punto que el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan (suní), ha
advertido a su homólogo que si desencadena un conflicto sectario, Ankara no va
permanecer callada.
Este resurgir de las tensiones entre suníes y chiíes hace
temer a algunos analistas que las revueltas árabes desencadenen una guerra
religiosa. De momento, la retórica está subiendo de tono. “Estamos viendo el
nivel más alto de conflicto en siglos”, advierte Rubin. Theodore Karasik, del
instituto de estudios estratégicos INEGMA en Dubái, va más allá. “Diría que hay
en marcha una guerra sectaria y si cae Siria, habrá una guerra suní-chií desde
Líbano hasta Irak”, declara.
Nonneman discrepa. No cree que vaya a haber una guerra
entre suníes y chiíes, aunque acepta que “un conflicto armado que enfrente a
Irán contra los países árabes suníes, en el contexto de un estallido en el
Golfo, es posible (pero no muy probable)”.