15/Enero/2012 Italia.- A las 12.50 del domingo, un helicóptero de salvamento izó del buque, con una pierna rota, al comisario de a bordo, Manrico Giampedroni, al que los noticieros se apresuraron en convertir en héroe.
Fue la última buena noticia. Un poco antes habían aparecido en una comisaría de Roma una pareja de japoneses que, tras el naufragio del Costa Concordia, pusieron tierra de por medio sin avisar a nadie. Y la madrugada anterior, con los rostros desencajados, una pareja de coreanos emergió de una luna de miel extraña, 24 horas encerrados en el camarote de un barco hundido. Todo lo que sucedió después estuvo teñido en negro. El rescate de dos ancianos muertos, la noticia de que entre los todavía 15 desaparecidos se encuentran un padre con su hija pequeña, y, finalmente, la noticia más temida para Juan Tomás, su esposa y sus cuatro hijos. Uno de los cadáveres rescatados es el del tío Guillermo Gual, de 68 años, discapacitado psíquico, el único de la familia que no logró abandonar el barco.
Envolviéndolo todo, la práctica constatación de un accidente absurdo. Nadie duda en la isla de Giglio de que el capitán Francesco Schettino, de 52 años de edad y 30 de experiencia, acercó el barco a tierra para cumplir un peligroso rito y se le fue de las manos. El rito, la costumbre, la tremenda estupidez de que un edificio flotante de 17 pisos, la más moderna tecnología y 4.200 personas a bordo se acerque considerablemente al litoral para que turistas y vecinos puedan saludarse.
“No sé si ahora lo reconocerá alguien”, dice Andrea, uno de los bomberos desplazados a la isla para ayudar en las labores de rescate, “pero todos los que vivimos en los alrededores lo sabemos. A veces, los cruceros se acercan a tierra, los pasajeros salen a cubierta, aplauden, tiran fotos y brindan a la salud del capitán. Suele hacerse cuando la mar está en calma y el cielo claro”.
El viernes por la noche, las condiciones eran ideales para perpetrar tamaña —aunque todavía presunta— estupidez. El imponente cadáver medio hundido del Costa Concordia es ahora su homenaje. Contemplarlo impresiona. Da igual que se hayan visto ya decenas de fotografías y de vídeos. No le hacen justicia. El domingo, cuando el barco de línea que cubre en una hora el trayecto entre la ciudad de Porto Santo Stefano (en la costa occidental de la península italiana) y la isla de Giglio pasó a su lado cargado de vecinos, turistas y un ataúd, el pasaje guardó silencio, conmovido.
Costa Concordia', un gigante del mar
El crucero se desplomó a 200 metros de distancia de la bocana del puerto. Sin necesidad de esperar a la caja negra, todos los vecinos consultados —incluso Don Lorenzo, el párroco— comparten una versión: “El capitán acercó el barco, tras el golpe con el fondo intentó seguir navegando —por eso no dio parte hasta una hora después—, pero cuando se percató de que el naufragio era inevitable, acercó el barco a la costa, tal vez en un intento de entrar en el puerto y evitar lo inevitable, tal vez para que los pasajeros se pusieran salvar”.
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