29/Enero/2012 Fueron dos helicópteros cargados de
hombres armados. Como si fueran a arrestar al mismísimo Bin Laden. Las
aspas aún no se habían detenido cuando las botas de tres docenas de policías ya
hollaban el mármol de la entrada de la mansión. Uno de ellos se volvió hacia
una amenazante figura oscura, pero era tan sólo una carísima estatua de un
Predator a tamaño natural.
Para cuando alcanzaron
jadeantes el piso de arriba, Kim Schmitz había logrado encerrarse dentro de
su habitación del pánico. Tuvieron que destrozar la pared con una barra de
acero para acceder al interior, donde Schmitz sostenía una escopeta de cañones
recortados, «con la frente empapada en sudor y una mueca de desdén en el
rostro», declaró el agente que le esposó.
No hubo necesidad de
apuntarle, porque Schmitz se rindió pacíficamente. Pero cuando los policías
supieron después que Schmitz era uno de los mejores jugadores del mundo de Call
of Duty —un videojuego de guerra en primera persona— se preguntaron ante las
cámaras de la ABC de Brisbane qué hubiera pasado si hubiese decidido usar el
arma que tenía en la mano, mil veces probada en el campo de tiro que tenía
en un lugar apartado de la mansión.
Esta es, en definitiva, una
historia de decisiones. Las correctas y las incorrectas. Y cómo su
concatenación configura la vida de un hombre cuya mente es tan poderosa como
una recortada.
Han pasado diez días desde su
arresto, y las extravagantes imágenes que dieron la vuelta al mundo han dado
paso a la reflexión. Los coches, las modelos caras y los yates se difuminan de
las retinas, pero la polémica permanece. Kim Schmitz ideó, creó y fundó el
servicio de intercambio de archivos más popular del mundo. En tan sólo seis
años logró beneficios millonarios, puso en jaque a productoras y discográficas
y definió un modelo de negocio —el del streaming y la descarga directa— que
compañías como Apple y Amazon se han esforzado en imitar. ¿Es un héroe o un
villano?
Kim tenía catorce años la
primera vez que se dio cuenta de que el manejo de un ordenador podría cambiar
su destino. Fue un niño prodigio en la pequeña ciudad de Kiel (Alemania), donde
nació. Destacaba en el colegio por su enorme corpachón, por su voz chillona y
por sus bromas pesadas. Le gustaba llamar la atención, pero nada era comparable
al chorro de adrenalina que le invadía cuando rompía una cerradura electrónica,
cuando cruzaba el cortafuegos de una empresa. Donde otros veían
computadoras, él veía puertas. Mientras la nieve se acumulaba bajo la
ventana de la humilde casita en la que vivía con su madre, la mente de Kim
estaba a muchos miles de kilómetros, reventando la seguridad de una compañía de
seguros de Virginia a través de una primitiva línea de teléfono.
Las decisiones, decíamos. Las
que este joven complejo con un talento extraordinario para la informática tomó
en su adolescencia, como mudarse a Múnich junto a su madre y sus dos hermanos
cuando su padre les dejó. En el sur de Alemania la comunidad de hackers era un
hervidero en los 90, y las habilidades de Kim aumentaron, sus dedos gordezuelos
comenzaron a cobrar vida sobre el teclado, aprendiendo a atacar bancos; y
servidores como los de el FBI y la NASA. Los santos griales de un allanador de
moradas virtuales, que le granjearon respeto y también su primer lío con la
Justicia. Schmitz intentó falsificar tarjetas telefónicas al por mayor, lo cual
significaba miles de dólares. Pero le atraparon. Y tuvo que tragarse el orgullo
y admitir su culpabilidad para no ir a la cárcel.
Más listo que
nadie
Pero el joven Kim no tenía
sólo un lado oscuro que le urgía a demostrar que era más listo que nadie.
También quería construir, hacer algo por la sociedad. Fundó una startup que
tenía como objeto dotar de internet y última tecnología a coches de gama
alta. Fue un rotundo fracaso, aunque la idea era buena, tan sólo una década
adelantada a su tiempo.
Schmitz era ya entonces un
genio y un visionario, pero era un visionario con prisa. Ganó dinero de forma
ilícita con las puntocom, anunciando inversiones que no pensaba hacer para
aumentar de valor sus propias acciones. Y de nuevo tuvo que hacer frente a la
Justicia. Se casó. Se fue a vivir a Hong Kong. Y de nuevo engañó, mintió, hizo
uso de información privilegiada. Tomó una afición desmedida por el camino más
corto.
Los atajos le trajeron muchos
sinsabores, pero aquella forma tan particular de encontrar la solución más
fácil también tuvo su recompensa. En el año 2004, y durante un atracón de
marisco, Schmitz quiso mostrar unas fotos guardadas en su PDA a un amigo, pero
la tarjeta de memoria no funcionó. El amigo se lamentó de no poder tenerlas
guardadas en un sitio online, y Kim se quedó mirándole con una pata de langosta
a medio comer en la mano, la boca abierta y un concepto bullendo en su cabeza.
Así nació la idea de
Megaupload. Siete años antes de que Apple y Dropbox convirtiesen el
almacenamiento en la nube en algo imprescindible, Schmitz comprendió que un
archivo compartido con una URL única era el negocio por el que apostar. Reunió
todo el dinero que tenía y lo invirtió en la nueva empresa.
Un halo de sospecha rodea esta
creación. Inicialmente el comprador del dominio Megaupload.com era un tal Tim
Vestor, un trasunto del propio Kim Schmitz, a quien le encantaba jugar al
despiste con su identidad y varios alias. Llegó a cambiarse legalmente el
nombre por el de Kim Dotcom cuando emigró a Nueva Zelanda, una nacionalidad que
logró a golpe de talonario —seis millones de dólares en bonos del tesoro, ocho
millones de dólares en donaciones—. ¿Sabía ya Schmitz el destino final de
Megaupload, y por eso no la registró bajo su nombre? Es posible que en su ánimo
estuviese el servir como receptador de archivos de todo tipo, incluyendo
aquellos con copyright. Lo que no podía prever es lo que sucedió. En pocos
meses Megaupload creció de manera exponencial. En 2010 ya era el decimotercer
sitio más visitado de la red, y consumía el 4% del tráfico mundial. Por fin
Schmitz hacía honor a su sueño y a su propia forma física. Con casi dos metros
y 150 kilos de peso, no hay duda de por qué eligió Mega como prefijo de su
imperio de webs.
Dinero a manos
llenas
Porque a la primera siguieron
Megalive, Megavideo, Megapix y Megaporn. Todo contenido susceptible de ser
demandado era almacenado en ellas. El usuario podía acceder a él de manera
ilimitada por suscripción o gratuitamente viendo publicidad. Las empresas más
importantes del mundo —de Audi a Chanel, e incluso gobiernos— se anunciaban en
ella. Y el dinero comenzó a fluir a manos llenas. Las mansiones, las
fotos con modelos en bikini, los viajes en jet privado, las fiestas escandalosas…
todo ello pasó de ser una fantasía orquestada con vistas a su blog, para
convertirse en su leit motiv. Kim tenía por fin la vida que había soñado cuando
era un niño. Una vida en el centro del escenario.
Por desgracia vivir bajo los
focos tiene un desagradable efecto secundario, y es que te coloca en el punto
de mira. Megaupload era legal, o al menos operaba en un limbo jurídico. Era el
usuario el que subía el archivo y se responsabilizaba de ello, al menos en
teoría. Pero en la práctica nadie pagaba 69 euros al año para compartir fotos
con su abuela. Se pagaba ese dinero para poder descargar miles de películas,
discos y porno en alta definición, sin pasar por caja. En foros, en blogs, en
centenares de repositorios aparecían los enlaces —supuestamente secretos— a
esos contenidos. Y quienes más archivos subían, generando de rebote
suscripciones premium a la plataforma, conseguían puntos que podían cambiar por
tiempo de suscripción para ellos mismos. Además del contenido protegido,
cualquier persona podía guardar sus propios archivos personales o de trabajo y
compartirlos con otros sin coste alguno.
El ecosistema era perfecto
para todos menos para Hollywood, que veía como una película estrenada al
mediodía en Nueva York podía estar subida a Megaupload antes incluso de que
diese tiempo a abrir los cines en Los Ángeles. O para compañías como
Universal, que veía cómo el último disco de U2 podía descargarse en minuto y
medio con una conexión de alta velocidad. «¡Y encima este gordo hijo de puta
hace fiestas con mi puta estrella!», dicen que gritó Ronald Meyer, CEO de
Universal Studios, cuando vio una foto de Schmitz con el actor Bruce Willis en
2010. Dio un puñetazo en la mesa y destrozó a golpes el iPad de su asistente,
en donde se le había mostrado la instantánea.
Llegamos por fin al momento de
la verdad, al instante en el que los focos empezaron a calentar demasiado y el
FBI decidió procesar a Schmitz por conspiración, violación de los derechos de
autor y blanqueo de dinero. ¿Qué justifica una operación internacional,
que ha llevado meses montar y un elevado coste económico y político? ¿Por qué
Schmitz, y no el candidato republicano Romney, conocido por poseer cuentas en
paraísos fiscales? ¿Qué diferencia hay entre Megaupload y Fileserve, otra
alternativa de éxito mundial, que añade además el recochineo de pagar dinero en
efectivo a los uploaders que consigan mayor número de descargas?
La respuesta puede estar en el
proyecto definitivo de Schmitz. Había ideado un sistema denominado Megabox,
consistente en una página donde los artistas podrían subir sus contenidos y
venderlos, obteniendo un 90% de los ingresos netos. Esto es un 20% más de lo
que ofrecen compañías como Apple y Amazon, y nueve veces más de lo que ofrece
la industria. Era la pinza perfecta, el puenteo definitivo a las discográficas.
El servicio online que muchos usuarios reclaman y que aún nadie se ha atrevido
a crear, temiendo que aniquile la inestable —y aún provechosa— cadena de valor
actual, herida de muerte por la piratería y la insistencia del sector en
mantener precios elevados.
¿Es una coincidencia que se
haya detenido a Schmitz e intervenido su empresa meses antes de lanzar Megabox?
Tal vez, pero uno ya se va haciendo mayor para creer en casualidades. Igual que
el niño hacker que creció para sostener en sus manos un arma, apuntada a la
cabeza de toda la industria, mientras el FBI derribaba las paredes.
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